martes, 31 de julio de 2007

Esa boquita tuya...

LAS PALABRAS OFENSIVAS SON ADELANTO DE IDEAS QUE RONDAN TU CABEZA

BARCELONA, España.- Los niños salen del colegio. Las tiendas bajan sus portones para hacer el descanso de mediodía y la gente se dirige apresurada hacia las estaciones de autobús. Los pasos de cebra se convierten en salidas de carreras; en un extremo y otro: madres que caminan estresadas con niños inquietos que se sueltan de sus manos reclamando un instante de independencia, jóvenes estudiantes con semblante desenfadado enchufados al MP3, ejecutivos que salen apurados con la chaqueta colgando del brazo y el sonido sincronizado de zapatos de tacón golpeando los adoquines.
Es el ritmo urbano de las denominadas horas pico.
Todos llevan prisa y sus rostros distraídos adivinan pensamientos tan dispares como asuntos pendientes que han quedado señalados con Post-It amarillos, el trabajo que el profesor espera para la semana que viene, dejar la lavadora en marcha antes de volver a la jornada. Esa desafortunada jovencita, que también pensaba en sus cosas, lo habrá hecho sin querer. ¿Cómo iba a tirar el maletín de aquel hombre con intención? De nada le sirvió pedir disculpas: a la pobre le han dicho de todo menos bonita delante de todos los peatones que cruzaban la avenida absortos en sus pensamientos.

“Aplique la cantidad equivalente a un grano de maíz en el interior de la boca y frote la lengua con el cepillo que viene en el empaque hasta que haga espuma. Aclare con agua templada. Repita la operación tres veces al día y continúe el tratamiento hasta que desaparezcan las malas palabras. De venta en almacenes y farmacias sin prescripción médica”.

Sería un acierto de la industria farmacéutica inventar un producto aplicable a casos como éste.
Si no fuera porque las palabras forman parte de un proceso de origen mental, una expresión del pensamiento que nos ayuda a comunicarnos y una ventana abierta por la que se puede husmear en el interior de nuestros cerebros, aquella amenaza de lavar la boca de los niños insolentes con jabón bien podría aplicarse a los mayorcitos que no ponen mucho de su parte para preservar la higiene auditiva.
Y no me refiero a las malas palabras de toda la vida, esas que nos estaban prohibidas en la infancia y que murmurábamos entre dientes y a escondidas porque los únicos que tenían licencia para pronunciarlas eran los adultos. Me refiero a palabras de forma y fondo dañino, concebidas con el firme propósito de ofender y herir.

El viaje de una palabra empieza en la parcela privada de los pensamientos que la conciben, en un gesto sutil y premeditado o en a la falta de lucidez de un impulso grotesco y poco consciente pero, una vez tomada la decisión de expresarla, su recorrido puede alcanzar dimensiones insospechadas.

Diariamente generamos más de cincuenta mil pensamientos. Sólo algunos de estos pensamientos llegan a transformarse en palabras que van directo a la conciencia de los demás, mientras que otros se quedan en murmullos que se alojan en la cámara secreta de la memoria, desde donde envían señales de humo de lo que se cuece en el refugio de nuestras ideas.

A los jóvenes se les acusa constantemente de ser mal hablados. Hay quienes lo asumen como un mal propio de esta generación. Lo cierto es que nuestros oídos son sometidos a un entrenamiento diario, que muchas veces empieza en casa, y es respaldado por ciertas barbaridades que se dicen en la televisión y por algunas canciones adornadas con letras más que cuestionables. No es de extrañar que al alcanzar la adultez más de uno vaya por ahí soltando “poesía” con un alto contenido insultante.

Tendremos que esperar numerosos avances y descubrimientos antes de que se fabrique un producto que prometa acabar de raíz con las malas palabras; lo que sí podemos hacer es filtrar aquellas palabras que jamás debieron pronunciarse y evitar a toda costa que se alojen en nuestras conciencias. Somos lo que pensamos y lo que decimos nos deja en evidencia.
Nos convierte en seres crueles, bondadosos, amorosos o despiadados. Rectificar es siempre una opción que nos brinda la oportunidad de retirar lo dicho, pero hay palabras letales que duelen y se instalan en la memoria como inquilinos desagradables y ruidosos que nos persiguen y contaminan. Algunas de estas palabras se convierten en indeseables compañeras de viaje que adquieren forma de miedos y complejos a las que el tiempo confiere un disfraz de verdad.

No podemos sellar nuestros oídos y restringir el paso a las malas palabras por siempre jamás y no podemos porque para que así sea tendríamos que cambiar unas cuantas realidades que escapan a nuestro control, pero la responsabilidad por las palabras que decimos a los demás no nos la puede quitar ninguna espuma milagrosa pendiente de patente.
Y eso porque, pese a todas las influencias sociales, el pensamiento humano continúa siendo libre, aunque a veces se pone un precio a la cabeza de aquel que dice todo lo que piensa.

Pero ahora no estamos hablando de valientes pensadores sino del ciudadano de a pie, que bien puede elegir las palabras adecuadas a la hora de reprochar a un niño una mala acción o al momento de criticar las “jergas raras” de la juventud, siendo que muchas veces no somos capaces de dirigirnos a ellos con un mínimo de respeto, les atormentamos con una cantaleta chillona y crispada y luego les preguntamos donde han aprendido a hablar así.
Todos hemos tenido uno de esos días en los que las razones para no estar de buenas se reproducen como conejos, pero no por eso hemos de ir por ahí contaminándolo todo con lo que decimos, las palabras que salen de tu boca son como las muestras gratuitas de los perfumes: un adelanto de las ideas que rondan por tu cabeza.

Etiquetas:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal