viernes, 18 de enero de 2008

Las estaciones del dolor camino al valle encantado

POR RAFAEL P. RODRIGUEZ

CIENAGA DE MANABAO.- Hasta aquí, (mil 110 metros sobre el nivel del mar) habiendo dejado atrás un trayecto carretero de precipicios y grandes piedras caídas a orillas de la vía, todo es gozo del paisaje sonoro, de la luz solares que se filtra por entre los bejucos, de la llanura verde y de los buenos momentos de descanso.

Entonces comienzan, al acceder desde Los Tablones donde hay una caseta de Medio Ambiente con el río a tus pies, las duras estaciones del dolor y la dura resistencia de tu mula por las buenas.

Las cosas se tornan tan tirantes que te ves obligado a desmontarte, cruzar las frías aguas a pie y esperar que el jefe de los guías, Ney Peralta, venga y la convenza de mantener el ritmo por las buenas.

Ney va enrabiándose poco a poco con el espectáculo y le promete que la cargará de cáncharos cuando regrese de este viaje, como un castigo por su escasa cooperación con un visitante al que debe tratar por lo menos con algo de cortesía.

Entonces, como si entendiera las serias advertencias, accede a continuar casi de mala gana.

Acto continuo descubres que tu mula, estrábica y tozuda, es autónoma y además, sólo sabe andar con cargas y en tropel con otros mulos, y no tiene el hábito de llevar gente de los pueblos sobre sus hombros delicados.

Por esas poderosas razones, cuando le hablas, le suplicas, le invocas y ruegas que camine y no espere la noche, ella muestra una indiferencia que ya envidiaría un buda un éxtasis o una ostra en el negro fondo marino.

No sin un esfuerzo que hubiera sido menos penoso si subieras a pie, luchando a brazo partido para que tu animal te entienda en tu propósito de avanzar, llegas a Los Tablones, 278 metros arriba, donde te recibe un pequeño llano y un profundo y fresco olor a pino, con la incomprensible mula queriéndote dejar ahí para siempre y no avanzar ni una pisada más, reclamando un foete que le levante el ánimo o al menos le dé un poco de temor a lo que pica de verdad.

De nada vale la multiplicación de los ruegos, las voces, los saltos: ya vas sabiendo que te han dado, sin maldad, un animal que se le puede asignar limpiamente a un enemigo que tú quieras matar del corazón.

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